21 noviembre 2020

XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario – 22/11/2020

«Y de nuevo vendrá para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin»

Esta es la fe de la Iglesia, que proclama en el Credo cada domingo. ¡Qué diferencia entre la escena de que leemos este domingo en el Evangelio y la escena de Jesús ante Pilato, siendo juzgado, Jesús de pie y encadenado; y en el pasaje de hoy, al contrario, Jesús sentado y examinando y juzgando.

Parecía que eramos inmunes a todo, que nos adaptamos a todo... pero hay una cosa a la que el hombre no se ha acostumbrado y es la injusticia. Continúa sintiéndola intolerable. Nos rebelamos ante la idea del mal, del abuso, ser castigados... Es a esa sed de justicia a la que responderá el juicio. Sin la fe el juicio final, todo el mundo y la historia llegan a ser incomprensibles, escandalosos.

Sin lugar a dudas, una de las cuestiones más arduas que se plantea la teología (y el pensamiento en general) es la cuestión de la teodicea, esto es, el tratar de conciliar la idea de Dios (a quien definimos como único, bueno y todopoderoso) con la perenne presencia del mal y el dolor en la creación, que como dice San Pablo en Romanos, “gime, como con dolores de parto”.

Para algún teólogo, esta tarea, tanto desde una perspectiva más teísta como desde una perspectiva más racionalista, se torna un imposible, afectando negativamente a la fe en Dios, que queda cuestionado e injustificado.

Pero, inmediatamente, este cuestionamiento de Dios, que deja impasible a la experiencia del mal y el dolor, se metaboliza en una antropodicea, esto es, ahora a quien toca responder y justificarse es al hombre. En este sentido, Nieztsche declara la muerte de Dios y exalta al hombre (al superhombre) como ser fuerte y dominante ante la adversidad: el hombre se salva a sí mismo. A pesar de todo, al igual que ocurre con la teodicea, la antropodicea alcanza absurdos y callejones sin salida pues, al final, la experiencia del mal y el dolor permanece y el hombre no se puede salvar a sí mismo, cuanto menos pensando en el supremo mal de la muerte.

En vista de todo lo cual (tanto con la teodicea como con la antropodicea), sólo restaría, pues, quedarnos en un pensamiento paradójico. Pero merece tener en cuenta que “paradójico”, no significa “sin sentido”.

Así, el pensamiento cristiano primitivo, la teología de los grandes concilios, resultó necesariamente paradójico, precisamente para que no perdiéramos el sentido ante los dilemas teológicos. Las afirmaciones cristológicas de Nicea y Calcedonia no evitan la paradoja (diríamos que la buscan, precisamente) y sin embargo, son fuente de sentido, y en particular para nuestro caso: Jesucristo, Dios y hombre, dos naturalezas en una sola persona, sin división ni confusión es un lenguaje, sin duda, paradójico, pero que afirma el sentido soteriológico (de salvación) que ni la teodicea ni la antropodicea pueden racionalizar ni menos ofrecer más allá de lo especulativo.

Y es que, al fin, de lo que se trata  es, precisamente, de eso: de que la creación (en particular el hombre) experimenta el mal y el dolor y es consciente de su finitud y su muerte, y Nicea y Calcedonia responden (dan sentido) a esa experiencia; y lo más importante, lo hacen desde la propia experiencia del hombre acerca de Jesucristo. ¿Cómo? – nos preguntaremos. Pero este esta pregunta del “cómo” es la pregunta inadecuada (la paradoja no puede responder al “cómo”); por eso es importante escoger bien la pregunta y como sostiene Bonhoeffer, la pregunta que aquí cabe y da sentido no es “¿cómo?” sino “¿quién?”: ¿Quién es Jesucristo? Respondiendo a esta pregunta desde la experiencia personal, comunitaria e histórica, es como rompemos el círculo vicioso en que nos atrapan la teodicea y la antropodicea, y sobre todo, nos abrimos a la posibilidad de salvación ante el mal, el dolor y la muerte, que el mismo Dios experimenta en Jesucristo, Dios y hombre, hombre y Dios.

¿Quién es, pues, Jesucristo? La liturgia de hoy, en sus lecturas, nos presenta, a modo de respuesta, tres epítetos que califican y definen a Jesucristo, a saber, pastor, juez y rey.

Como pastor. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha transitado los caminos de este mundo con sus propios pies, que ha experimentado el itinerario del caminar humano en la tierra, que ha sufrido los rigores del clima, las piedras del camino, que ha conocido la sed del caminante, puede guiar a otros hombres por las vías que configuran la vida del hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios puede no sólo conocer y orientar sino ser el mismo camino que lleva a la Vida?

Como juez. ¿Quién sino un verdadero hombre, que ha experimentado en su ser, en su carne, el dolor y el sufrimiento de la carne, que ha vivido el mal como existencial, que ha sido tentado en su misma realidad, puede juzgar la existencia de un hombre? Pero, ¿quién sino un verdadero Dios, que conoce el espíritu de cada uno, puede dictar sentencia? Y ¿Quién sino un verdadero Dios puede juzgar y sentenciar al mal mismo y a la muerte misma? Y ¿quién sino un verdadero Dios puede salvar?

Como rey. ¿Quién sino un verdadero hombre, que sabe que ha de morir, que se sitúa en la ultimidad de sus posibilidades, que mira a su horizonte y se encuentra con la muerte, que él mismo se coloca el primero ante el enemigo, puede llevar animosamente a sus hombres a la batalla entre el bien y el mal, que no es sino la definitiva batalla del hombre, la de la vida frente a la muerte? Pero ¿quién sino un verdadero Dios, el Dios del Bien, el Dios de la Vida, puede asegurar la victoria frente al mal y  la muerte?

2. “El Señor es mi pastor; Nada me faltará" ¿Quién de nosotros quiere estar necesitado? Ciertamente, no una pareja joven que comienza su vida de casados, o un anciano o una mujer que enfrenta un futuro incierto o sin un ingreso fijo, o una familia que se arriesga a buscar una nueva vida en otro nuevo país. Aquellos que estamos enfermos quieren que se atienden nuestras necesidades, y aquellos que luchan con la depresión quieren creer que estamos seguros. Decir "no me faltará" es una cosa, pero conocer la fuente de esa seguridad es otra. Y de eso se trata precisamente esta solemnidad de Cristo Rey. Podemos tener la tendencia a pensar en Dios como una especie de tío rico que nos da golosinas o un juez solemne que nos amenaza. Pero nuestra lectura de hoy nos cuenta una historia diferente. Las lecturas describen a Dios como un pastor, y además bueno. La iglesia selecciona estas lecturas para esta fiesta para recordarnos que Jesús, el mismo Hijo de Dios, no es como los reyes sobre los que leemos en los libros de historia. Él no se mantiene al margen, sino como uno de los más bajos de los que sirven: los pastores que cuidan sus rebaños en las duras condiciones del desierto y son responsables de preservar sus rebaños, incluso de amarlos. En nuestra primera lectura, el profeta Ezequiel habla la palabra de Dios a Israel casi seis siglos antes de la época de Jesús. El mensaje de Ezequiel está dirigido a aquellos en el exilio de su tierra natal de Israel, y, hablando por Dios en primera persona, no dice nada en condenar su propia pecaminosidad que los llevó a una tierra extranjera. Son como ovejas, fácilmente guiadas por los pastores equivocados, en este caso dioses falsos. Pero Dios no los deja sin esperanza; Dios está atento con respecto al rebaño de Israel - rescatando, buscando, curando heridas para que estén sanos y prosperen. Estas son las mismas acciones decisivas que Jesús ejerce casi seis siglos después, al recibir a todos los pobres e indigentes, y a todos los que buscan perdón y curación. Incluso cuando se castiga a aquellos cuyo liderazgo es defectuoso y cuyas acciones son pecaminosas, siempre es con la esperanza de que incluso ellos se arrepientan y sean renovados. ¿Qué haremos, entonces, del relato evangélico en la lectura de hoy? ¿Cómo vamos a entender esta escena de juicio donde el Hijo del Hombre reúne a todas las naciones y separa las ovejas de las cabras? A primera vista suena como un rey que gobierna su real con mano de hierro, juzgando a su gente basándose únicamente en mantener su parte de un trato. Pero si miramos más de cerca, vemos que Jesús está haciendo un dibujo para que sus seguidores lo entiendan claramente. Él los está instruyendo a ellos, ya nosotros, como lo ha hecho a lo largo del Evangelio de Mateo sobre lo que significa ser ciudadanos del Reino de Dios donde Cristo es el Rey. Esta es una lección sobre cómo poner en acción las intenciones mismas de Dios en el mundo donde vivimos, una lección sobre cómo conocer la diferencia entre inseguridad y seguridad, y entre necesidades y deseos. Nuestro dar de comer y beber a los hambrientos y sedientos a la manera de Dios, de asegurarnos a todos, que nuestras necesidades están cubiertas. Dar la bienvenida al extraño, en Dios actúa en nosotros para brindar seguridad. Proporcionar ropa a los desnudos y cuidar a los enfermos es la manera en que Dios satisface las necesidades entre nosotros. Y visitar a los que están en prisión, es la provisión misma de Dios para las necesidades de la sociedad. Lo que hacemos por los más pequeños, como Jesús enseña en su escena del fin de los tiempos, es lo que hacemos por Jesús. De hecho, cuando establezcamos nuestras prioridades en línea con las prioridades divinas que Dios ha ilustrado a lo largo de la historia de la salvación, seamos instrumentos de su amor.