20 junio 2021

XII Domingo del Tiempo Ordinario - 20 de junio de 2021

 I. ¿A qué barca nos subimos?

 A la barca de la comodidad, toda llena de lujos. Suele ser una opción aparentemente libre de sobresaltos. Pero indiferente a la realidad y conformista. El hedonismo y el narcisismo que provoca suele ser un espejismo frustrante. Job estuvo a punto de subirse a ella, resignándose a quedarse como estaba, aceptando sus fracasos y miedos como la única posibilidad. Es curiosos, pero parece que se siente cómodo con sus lamentos e inmovilismo. Los justificaba culpando al Altísimo y enfrentándose a él: “es mejor vivir sin Ti, pues no mereces mi confianza” se atrevió a decir. “Sólo me tengo a mi mismo y a mis circunstancias”. Estaba decidido a quedarse en la mediocridad de las certezas inmediatas, por mucho que las heridas supuraran y la desesperanza fuera el horizonte. Es una opción fácil y que no exige demasiados planteamientos. Don Quijote se lo dijo a Sancho Panza: “al hombre se le esclaviza fácilmente por la vanidad y la soberbia”.

A la barca de lo mundano. Un camino que suele navegar en círculo, en torno a planteamientos personalistas o idealizados. Es una barca rutinaria, donde siempre se hace lo mismo. No es necesario pensar ni mirar lejos. Basta la inmediatez aparentemente exitosa, pero ciertamente errática. Es una opción que no permite crecer ni sentirse libre. Eso sí, parece estable y no necesita esfuerzos. Te dejas llevar, aunque no sabes a donde ni para qué.

Cuando Job comprendió que la realidad no giraba en torno a él, sino que pertenecía a Otro gracias al cual él existía, su percepción cambió. Aprendió, como Don Quijote enseñó a Sancho Panza, que la felicidad se logra abriéndose a la confianza de vivir las cosas pequeñas de la vida desde la grandeza de saber que se es hombre, infinitamente amado, llamado a grandes empresas. ¡Claro que es posible salir del atasco! Basta saber quién es el Señor en cuya compañía estamos.

Al la barca donde está Jesucristo, no se consideran las cosas desde la mediocridad, ni desde la avaricia. Al subirse a la barca de Jesús, las conveniencias y los ensueños acomodaticios se desvanecen. De pronto uno sabe que se adentra en la aventura de una eterna novedad. Puede que arrecien los vientos y puede que el oleaje suscite temores, puesto que la verdad siempre es incómoda y el amor, contrariamente a lo que pasa con el odio, permite percibir la realidad desde la perspectiva de su horizonte que es luminoso, sereno y vital.

¿Eres discípulo de Jesús? Ser discípulo de Jesús proporciona la plena conciencia de uno mismo y suscita la verdadera responsabilidad de no confiar en nosotros mismos, sino sólo en Él. Jesús, aún dormido, es garantía de salvación. Basta su palabra, un simple gesto, para que el mar, que sigue siendo proceloso y amenazante, se calme y la barca, lejos de zozobrar, se mantenga firme en su rumbo. El discípulo aprende que la prisa del amor de Jesús es causa de esperanza, garantía de vida y seguridad.

Cuando los discípulos descubren que sólo en la barca con Jesús hay vida y salvación, no tienen miedo de echar las redes. Así facilitan que quienes hayan caído por la borda de la desesperanza o de la autocomplacencia, puedan ser atraídos a la barca donde no se valora a nadie por las apariencias, sino que, simplemente, sin cobardías, se le ama. Donde no son los ruidos del odio y la injusticia quienes gobiernan, sino el silencio del que, por amor, dio su vida para que todos la tengan en abundancia.

II. La tempestad. ¿Cuál es nuestra tormenta?

No fue suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, y tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.

Algunas veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima: debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedad, problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso, infamias...; pero «si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad».

Nunca nos dejará solos el Señor; debemos acercarnos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.

III. ¿y la fe?

“toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales”. Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo que nos urge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes, cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de personas que no quieren o no pueden entender.

«Caminad, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)».

Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en tu nave duerme Cristo –nos recuerda San Agustín–, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma». Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los Apóstoles.

La Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: «Si se levantan los vientos de las tentaciones –decía San Bernardo– mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te ampara».