25 mayo 2020

Séptimo Domingo de Pascua, Ascensión del Señor

Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión de Jesús al cielo. En la primera lectura, oímos a un ángel que le dice a los discípulos: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

Es ocasión apropiada para preguntarnos, ¿qué entendemos por cielo?

-El Cielo se identifica con la morada de Dios. “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres”. A diferencia de Dios, que está en el cielo. El hombre está en la tierra, después de la muerte, baja bajo tierra en el reino de la muerte. Con Jesús, que resucita de entre los muertos y sube al cielo, esta separación está rota. Con Él el primer hombre ha subido al cielo y con Él le ha sido dada una esperanza y una garantía de subir al cielo toda la humanidad.

-El cielo es un espacio dentro del que se mueve nuestro planeta y el sistema solar, nada más. Esta es una visión puramente científica.

-Debemos esclarecer que entendemos nosotros cuando decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo” o cuando decimos que “alguno ha ido al cielo”. Que Dios esté en el cielo significa que habita en una luz inaccesible, que dicta de nosotros cuando el cielo está sobre la tierra. Que es infinitamente distinto a nosotros.

-El cielo es más un estado que un lugar. Dios está fuera del espacio, del tiempo y así es su paraíso. Cuando se habla de Él, no tiene sentido alguno decir que está sobre, arriba o abajo. Pero con ello no afirmamos que Dios no exista o que el paraíso no exista, solo constatamos que nos faltan categorías para explicarlo.

Cojamos a una persona ciega y pidámosle que describa que son los colores. No podría decir absolutamente nada, ni nadie estará a disposición de explicárselo porque los colores se perciben con el ojo. Así nos sucede a nosotros con relación con el más allá que están fuera del tiempo y del espacio. Esto no afecta solo a las cosas de Dios, el científico se encuentra en la misma postura, sólo que no reflexiona.

A la luz de lo que hemos dicho, ¿qué significa proclamar que Jesús ha ascendido a los cielos? La respuesta la encontramos en el credo. “Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso”, esto es, que también como hombre Él ha entrado en el mundo de Dios, que ha sido constituido Señor y cabeza de todas las cosas.

Las palabras del ángel contienen por tanto una advertencia, no es necesario estar mirando arriba al cielo, para descubrir dónde podrá estar Cristo, sino más bien vivir en la espera de su retorno, proseguir su misión, llevar su evangelio y mejorar la vida en la tierra. Él ha ido al cielo pero sin dejar la tierra. Sólo ha salido de nuestro campo visual: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

¿Qué significa ir al cielo?, significa ir a estar con Cristo, Flp 1.

El cielo entendido como lugar de reposo, como premio eterno para los buenos se forma en el momento que Cristo resucita y sube al cielo. Nuestro verdadero cielo es Cristo resucitado. Jesús no ha ascendido a un cielo ya existente que le esperaba sino que ha ido a formar o crear el cielo para nosotros.

Alguno se pregunta, ¿qué haremos en el cielo con Cristo toda la eternidad?, ¿no nos aburriremos?

Respondo: Quizás. Pregunta: ¿nos aburrimos por estar bien y tener óptima salud? Cuando nos acontece vivir un momento de alegría, ¿no nace en nosotros el deseo de que dure para siempre?

Aquí en la tierra no duran para siempre, porque no hay un objeto al que se pueda satisfacer infinitamente. Con Dios es distinto.

Se cierra el círculo con una promesa
Parece que el final del texto del evangelio de hoy y el de la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos sitúan en una escena parecida. Los discípulos están viviendo los últimos momentos junto al Maestro, ya resucitado y recibiendo sus últimas promesas y enseñanzas.

Según Mateo, han regresado a su Galilea natal y allí, donde el Resucitado, por medio de las mujeres, les mandó que regresaran, se vuelven a topar con él. Jesús se reencuentra con los suyos en lo cotidiano, en un lugar cercano a aquel donde lo encontraron por primera vez, donde “primerearon”, como diría Francisco, donde escucharon por primera vez su voz y su llamada.

Jesús ha querido que regresen a ese contexto para volver a verlos y hacerse presente en sus vidas aparentemente normales: aunque ya no son normales, no pueden serlo porque Él ha pasado por ellas y las ha transformado. Algo así nos sucede a nosotros ahora.

Nuestras vidas ya no pueden ser como eran, después de haber vivido estas situaciones tan extrañas y, sin embargo, esta Pascua hemos sido invitados a seguir reconociendo al Resucitado y sus signos en nuestra “cotidianeidad extraña”, casi convulsa; a descubrirlo en los pequeños gestos de vida que han ocurrido a nuestro alrededor en estos días confinados, a seguir encontrándolo donde él quiere estar, entre la gente sencilla, en la vida “normal”, entre quienes trabajan y se entregan para que salgamos adelante y entre quienes más están sufriendo los embates de esta nueva crisis que, como todas, daña más a quien es más débil.

En el texto de Hechos se nos dice que cuando Jesús se aparece vuelven a estar comiendo. De nuevo en el banquete, en la comida fraterna se manifiesta, como tantas veces hizo durante su vida. Nos llama la atención que los discípulos parece que no se han enterado de nada, pero, en el fondo actúan como nosotros mismos, queriendo comprender, deseando que las cosas vuelvan a ser como las habían imaginado: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?». Y Cristo, que ya es otro tras su resurrección se preguntará si era posible que después de todo ese tiempo no se hubieran enterado de nada…

Aún así, les promete: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra”».

En ese reencuentro, según nos lo cuenta Mateo, que suena a despedida, Cristo les deja un mensaje que es doble. Les hace, y por tanto, nos hace, una invitación, a contar lo que han/hemos visto y oído y a vivir lo que les/nos ha enseñado y les/nos entrega una promesa: no les/nos abandona. Ese es su legado, porque al fin y al cabo, este mensaje, el último del evangelio, es en resumen el testamento de Jesús: ser sus testigos, vivir como le hemos visto hacer a Él y, siempre, sintiéndolo a nuestro lado, que es donde promete quedarse.

El anuncio del que está por venir
Pablo pide para los de Éfeso un don: «El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis…». Espíritu de sabiduría y revelación, iluminación, para comprender. En el fondo, una suerte de concentración, de estar donde estamos para saber y poder hallarlo en nuestro alrededor. Una vuelta, otra vez, a la cotidianeidad para poder descubrir allí: «cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes». Será el Espíritu, ese a quien celebraremos la semana que viene, pero que está entre nosotros desde el inicio, quien nos enseñe y nos muestre la Vida en su plenitud.

La Pascua llega a su fin y la promesa del Espíritu se va haciendo más visible y más necesaria. La presencia de Jesús hasta el final de los tiempos, una vez lo vemos alejarse entre las nubes, es en la forma en la que el Espíritu hace las cosas: sin atosigamientos, sin manifestaciones escandalosas, sin imposiciones. Como una brisa suave, que intuyó Elías. La forma de comprender su presencia en nuestras vidas sigue siendo mirando y escudriñando bien a nuestro alrededor para ver dónde despunta, dónde se deja ver sin grandes aspavientos. Y es, como deja claro Pablo un don, así que, pidámoslo sin descanso.

¿No es suficiente para celebrar, cada día, una gran fiesta?