24 octubre 2020

XXX Domingo del Tiempo Ordinario – 25/10/2020

¿Cuál es el mandamiento principal? “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este es el mandamiento principal”. Hay un segundo mandamiento, semejante e inseparable de éste: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Jesús nos ha puesto delante de un espejo, delante del cual no podemos mentir, nos ha dado la medida para saber y descubrir si amamos o no al prójimo. “por lo tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos” (Mt 7, 12). No dice, si te va bien: “lo que el otro hace contigo, hazlo tu también” dice: lo que tu quieras que te hiciese el otro a ti, hazlo tu a él, que es muy distinto. 

¿Si yo estuviese en tu sitio y él en el mío, cómo quisiera yo que él se comportarse conmigo?

Jesús considera el amor al prójimo como “su mandamiento” aquel en el que se resume toda la Ley. Este es el mandamiento mío: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12)

Cuando se habla de amor al prójimo, buscamos las obras de caridad, las cosas que podemos hacer con el prójimo: darles de comer, de beber, visitarles, ayudarles. Pero esto es un efecto del amor, no es todavía el mismo amor. Antes de la beneficiencia viene la benevolencia, antes de hacer el bien, viene el querer bien.

La caridad dice San Pablo debe ser sin fingimiento, debe ser sincera. Se debe amar sinceramente como hermanos.

Se puede hacer caridad y dar limosna por muchos motivos, que no tienen nada que ver con el amor, para hacerse agradables, para pasar como benefactores, para ganarse el paraíso, por remordimiento de conciencia. ¿Se puede faltar a la caridad, incluso haciendo el ejercicio de la caridad? “la caridad es paciente, es amable, la caridad no es envidiosa… no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad… 1Cor 13” nada hay en este texto que nos hable de las obras externas de caridad, se refiere a las disposiciones interiores. Llega a decirnos que el mayor acto de caridad externa, repartir los propios bienes a los pobres, no valdría de nada, sino tengo amor.

Es un error contraponer el amor de corazón y la caridad, o refugiarse en las buenas disposiciones interiores hacia los demás para encontrar con ello una excusa a la propia falta de caridad efectiva y concreta. Decía el Apóstol Santiago: “si tu encuentras a un pobre con hambre y frío, qué le vas a decir: Id en paz, calentaos y comed, pero no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿De qué sirve? (St 2, 16)

El amor es la solución universal. San Agustín ha escrito: “ama y haz lo que quieras”. Es imposible descubrir en cada momento cuál es lo justo, lo que hay que hacer en cada circunstancia. Si calla, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corrige, corrige por amor. Preocúpate de que en tu corazón haya un verdadero amor para cada persona, porque después, cualquier cosa que hagas, será justa. 

La caridad del corazón es la caridad de todos, la podemos ejercer siempre, es universal. Es una caridad concreta. Se trata de mirar con una mirada nueva las situaciones y las personas con las que nos encontramos para vivir. ¿Qué mirada? La mirada con que quisierámos que Dios nos mirase. 

A veces nos refugiamos en el amor de Dios y nos consolamos de nuestras dificultades. Pero a Dios no se le ve, «nadie le ha visto nunca» (1Jn 4,12) y si no amamos al hermano «al que ve- mos”, ¿cómo vamos a mar a Dios al que no vemos» (1Jn 4,20)? Amar a Dios no es, ni puede ser, olvidar “lo que vemos”: a nuestros hermanos necesitados. Ellos nos inquietan, nos urgen, incluso nos llegan a molestar. No nos provocan, naturalmente el amor. «Si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de particular?» (Mt 5,46). No ama a Dios quien no ama, con obras y de verdad, al hermano.

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo es muy explícita: «no oprimir ni vejar al emigrante», «no explotar a las viudas ni a los huérfanos», «no ser usurero al prestar dinero a un pobre...» Y todo ello porque no hemos caído en la cuenta de que somos nosotros también los forasteros, las mujeres maltratadas por la vida, los niños de la calle, los que necesitamos préstamos de los demás... Forman parte de nuestra propia

carne, ¡y nadie desprecia su propia carne! Esta es la enseñanza: el amor al otro es amor a nosotros mismos, ¡porque todos formamos un solo vínculo de humanidad! 

No hay un mandamiento principal de la Alianza de Dios con su pueblo, sino el amor. Amor al Señor y amor al hermano. Y con una medida bien concreta: «como yo os he amado» (Jn 15,12). El propio amor con el que amamos al hermano es el mismo amor con que Dios nos ama. No puede haber dos amores, ¡porque solo tenemos un corazón! Somos amados y aprendemos, dócilmente, a amar con ese amor con el que somos creados: el de nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos... ¡y hasta del que no nos quiere bien! 

Abandonar los ídolos, como nos recuerda Pablo en su carta a los tesalonicenses, es dejar- nos de sentir el centro del mundo, de hacer, del nuestro, la medida del amor. No somos nosotros los que podemos convertir nuestro amor en medida para amar a los demás, sino amarlos, como somos amados, sin medida. “La medida del amor es amar sin medida” (San Juan de la Cruz). Volvernos y servir al Dios vivo es amar con el mismo corazón, la misma mente y las mismas fuerzas, con todo nuestro ser, a nuestros hermanos y hermanas. Este es el sentido de “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,40). 

La Eucaristía nos exilia de nuestro propio amor, para regalarnos la medida de amor de Jesús, que, resucitado de entre los muertos, nos libra del mal amor de nuestro corazón (1Tes, 1,10). Porque vivimos aguardando la vuelta de Jesús, y al hacer memoria de su muerte, anunciamos su resurrección y suspiramos por su venida: ¡Ven, Señor Jesús! 

De este modo, vamos haciendo posible un amor al mundo que nos preserva del mal y que nos pone en el deseo del Creador y Redentor: ser el fundamento de todo este entero mundo, amado por Dios hasta entregarle a su Hijo único (cfr. Jn 3,16). Si Dios ha amado así al mundo, con un amor extremo, también nosotros debemos, como miembros de su Alianza nueva y eterna, cuidarnos y amarnos mutuamente entre nosotros.